Desde el parque de Begoña, al borde del monte, puedo ver más de 180º de Bilbao. Rodeado de montañas verdes y bajo un cielo azul repleto de nubes grisáceas que tapan el sol. Este se asoma de vez en cuando, al encontrar un hueco entre las nubes, y hace brillar partes de la gran villa.
Me encuentro en una perspectiva, sentado en este banco de madera, que entre la campa y los edificios, observo fracciones identificatorios, como las puntas de la torre Iberdrola y del BBVA, una pequeña parte metálica del Guggenheim y de la ría Nervión, del puente Calatrava, del teatro Arriaga, de la estación de Abando, del ascensor de Begoña, y hasta el campanario de la catedral de Santiago. También puedo ver el funicular, un trocito del arco del San Mamés, el polideportivo Bilbao Arena, la nueva estación de Bomberos de Miribilla y una inmensidad de tejados naranjas y puntiagudos.
Por no hablar de los sonidos. Cierro los ojos unos segundos y oigo el pitido de un tren, el movimiento de los coches y sus bocinas, los pasos de la gente, sus silbidos y voces, el ladrido de los perros, las obras y sus taladradoras, sirenas de coches, ambulancias y hasta del tranvía. También escucho una musiquilla proveniente de una flauta travesera del Casco Viejo, y cómo no, el canto de los pájaros.
Olores no aprecio muchos desde aquí arriba. El viento fresquito que transporta una pequeña capa de humedad y el olor que desprende la campa que me rodea.
Podría empezar a lamer el banco, la hierba, el camino y expondría infinidad de sabores. Y con el tacto lo mismo, pero con los dedos. Pero ni con la lengua ni con los dedos alcanzo Bilbao desde aquí. En cambio, él sí que llega a mí, pues una gota me acaba de caer, y todos los de aquí sabemos que la lluvia representa muy bien a nuestra ciudad. Me voy antes de que empiece el chaparrón. Volveré otro día a este banco para ver de nuevo Bilbao desde aquí.
Me encuentro en una perspectiva, sentado en este banco de madera, que entre la campa y los edificios, observo fracciones identificatorios, como las puntas de la torre Iberdrola y del BBVA, una pequeña parte metálica del Guggenheim y de la ría Nervión, del puente Calatrava, del teatro Arriaga, de la estación de Abando, del ascensor de Begoña, y hasta el campanario de la catedral de Santiago. También puedo ver el funicular, un trocito del arco del San Mamés, el polideportivo Bilbao Arena, la nueva estación de Bomberos de Miribilla y una inmensidad de tejados naranjas y puntiagudos.
Por no hablar de los sonidos. Cierro los ojos unos segundos y oigo el pitido de un tren, el movimiento de los coches y sus bocinas, los pasos de la gente, sus silbidos y voces, el ladrido de los perros, las obras y sus taladradoras, sirenas de coches, ambulancias y hasta del tranvía. También escucho una musiquilla proveniente de una flauta travesera del Casco Viejo, y cómo no, el canto de los pájaros.
Olores no aprecio muchos desde aquí arriba. El viento fresquito que transporta una pequeña capa de humedad y el olor que desprende la campa que me rodea.
Podría empezar a lamer el banco, la hierba, el camino y expondría infinidad de sabores. Y con el tacto lo mismo, pero con los dedos. Pero ni con la lengua ni con los dedos alcanzo Bilbao desde aquí. En cambio, él sí que llega a mí, pues una gota me acaba de caer, y todos los de aquí sabemos que la lluvia representa muy bien a nuestra ciudad. Me voy antes de que empiece el chaparrón. Volveré otro día a este banco para ver de nuevo Bilbao desde aquí.
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