7 de marzo de 2013

Cogito ergo sum

“Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y más verdadero lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado que a veces tales sentidos me engañan, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado alguna vez.”
- René Descartes

Si nos basamos en la frase célebre del filósofo Descartes, “Pienso, luego existo”, por estar pensando en este preciso momento, aquellas dudas sobre mi propia existencia que me puedan hacer envolver en una espiral infinita, son eliminadas por el racionalismo y la pura objetividad. Lo corroboro, algo soy para poder estar escribiendo ahora. Son otras cuestiones las que hacen dudar al Homo sapiens, o al menos a mí. Quizás sea, como mencionaba en el capítulo anterior, por no conocer el principio ni el final, en caso de que efectivamente existieran. O incluso, por habitar en un mundo tan grande que desconocemos su tamaño y hasta podemos llegar a pensar que es infinito. La mente humana no creo que esté preparada para entender el infinito, mayormente porque el mundo cercano que nos rodea es finito en todas sus partes, hasta en la propia vida. Ya decía Nietzche que “la religión nace del miedo”. Es un temor por las limitaciones y la incomprensión de las personas. Al no poder entender el infinito como realidad, preferimos inventarnos de manera imaginaria un ente superior que lo ha creado todo, que nos protege y que cuando morimos en la Tierra nos reuniremos con él en el paraíso. ¿No nos deberíamos preguntar entonces si los dioses son infinitos? Y puesto que la palabra infinito sólo hace referencia al fin, ¿dónde se encuentra su origen? Ya formulé anteriormente la siguiente interrogación: ¿Cuál sería el principio de Dios? Expongo ahora el ejemplo de un simple círculo e interpelo: ¿Dónde empieza y dónde acaba?

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